Proceso No 14658
CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
SALA DE CASACION PENAL
Aprobado acta No. 201
Magistrado Ponente:
Dr. FERNANDO E. ARBOLEDA RIPOLL
Bogotá, D. C., diecinueve de diciembre del dos mil uno.
Resuelve la Corte el recurso extraordinario de casación interpuesto contra la sentencia de 31 de octubre de 1997, mediante la cual el entonces Tribunal Nacional condenó a ANGELA MARIA ARIAS BEDOYA a la pena principal de 6 años de prisión y multa en cuantía de 2.600 salarios mínimos legales mensuales, como autora responsable del delito de testaferrato.
Hechos y actuación procesal.
El 10 de octubre de 1990, unidades del Ejército Nacional pertenecientes a la Cuarta Brigada ocuparon la casa de habitación ubicada en la calle 11B No.40 A- 90/105, barrio Lalinde, sector El Poblado de la ciudad de Medellín, de propiedad de la firma “Arcila Arias & Cía S. C. S”, constituida en el año de 1983 por Orlando Arturo Arcila Torres y Angela María Arias Bedoya (compañera marital), con el fin de verificar informaciones de inteligencia militar que daban cuenta de la presunta vinculación de sus ocupantes con organizaciones del narcotráfico, y de la destinación de la residencia (donde se exhibían avisos de “se arrienda”), a reuniones de sus miembros. El inmueble se encontraba habitado por Conrado de Jesús Gutiérrez Arango (jardinero), y en su interior fueron hallados varios bienes, entre ellos una camioneta Toyota Land Cruiser de placas LG-7893, un automóvil Monza clasic de placas MLA-704, y una motocicleta marca Yamaha de placa FOQ-20. La ocupación se prolongó hasta el día siguiente en las horas de la mañana, cuando hizo presencia en el lugar Juan Antonio Arcila Torres, (propietario del vehículo Monza y hermano de Orlando Arturo), acompañado de su abogado, quien fue detenido y puesto a disposición de los Juzgados de Orden Público, acusado del delito de enriquecimiento ilícito. Al mando de dicho operativo estuvo el Teniente Javier Alberto Díaz Martínez (fls.1, 2, 4 y vuelto, 24, 32/1).
Ocho días después (19 de octubre de 1990), en las horas de la tarde, se realizó un nuevo procedimiento de ocupación y registro del inmueble, con la asistencia de la Juez 108 de Instrucción Penal Militar y la colaboración de Unidades del Ejército Nacional pertenecientes a la Cuarta Brigada, al mando del Mayor Gabriel José Chaparro y el Teniente Coronel Carlos Eduardo Rojas Ríos, que concluyó con su incautación provisional, y de algunos bienes que se hallaban en su interior, entre ellos los vehículos, mientras se adelantaban las averiguaciones orientadas a establecer su legítima procedencia. Los pormenores de este operativo quedaron consignados en el acta No.262 de la misma fecha (fls.33, 34-45, 46, 117, 118, 119, 344-355/1).
Dentro del período de indagación preliminar se escuchó en versión libre, con la asistencia de defensor, a Juan Antonio Arcila Torres (fls.8/1), Angela María Arias Bedoya (fls.53 vuelto/1), y Orlando Arturo Arcila Torres (fls.60, 154/1), y se practicaron pruebas con el fin de establecer su patrimonio económico. Mediante providencia de 26 de agosto de 1994, un Fiscal Regional de Medellín se abstuvo de iniciar investigación, y ordenó la devolución a sus propietarios de los bienes incautados (fls.366-400/1). Esta decisión fue revocada parcialmente por la Fiscalía Delegada ante el Tribunal Nacional, que mantuvo la resolución inhibitoria en favor de Orlando Arturo Arcila Torres por muerte, y ordenó iniciar sumario respecto de Juan Antonio Arcila Torres y Angela María Arias Bedoya por los delitos de enriquecimiento ilícito y/o testaferrato (Proveído de 20 de septiembre de 1995. Folios 20-29 del cuaderno de la Delegada, y 425 del cuaderno No.1).
La investigación estableció que a nombre de la sociedad “Arcila Arias & Cía. S. C. S” aparecían registrados los siguientes bienes: El inmueble objeto de la diligencia y registro, ubicada en el sector El Poblado, avaluada catastralmente en la suma de $50’218.000, y comercialmente en $290’135.600.oo (fls.311/1); el distinguido con el No.81 A-15 de la calle 42 B, barrio Simón Bolívar, avaluado catastralmente en la suma de $24’334.000.oo; y, un inmueble más localizado en la calle 26 A x Carrera 43F-40, avaluado catastralmente en la suma de 10’370.000.oo (fls.225/1).
Y, a nombre de Angela María Arias Bedoya, como persona natural, los siguientes: En la ciudad de Medellín: 1) Inmueble ubicado en la carrera 34 No.11-08, avaluado catastralmente en la suma de $41’037.000.oo; 2) Apartamento localizado en la carrera 26 No.10-112, avaluado catastralmente en la suma de $65’085.000.oo; y, 3) Tres garajes ubicados en esta última dirección, avaluados catastralmente en las sumas de $1’057.000.oo, $1’057.000.oo y $1’271.000.oo. (fls.3/2) En Municipios del Departamento de Antioquia: 1) Municipio de Guarne: Inmueble “Villa Lucía” avaluado catastralmente en la suma de $42’969.625.oo. Inmueble “La Lucha”, avaluado catastralmente en la suma de $6’662.424.oo (fls.11/2). 2) Municipio de Rionegro: Diagonal 56 No.38C-100, avaluado catastralmente en la suma de $11’597.284.oo (fls.13/2). Y, 3) Municipio de Itagüí: un predio por valor de $207.039.oo (fls.12/2 y 40-50/3).
Al proceso fue vinculada mediante indagatoria Angela María Arias Bedoya (fls.144, 150/2), y a través de declaración de persona ausente Juan Antonio Arcila Torres (fls.198, 205, 257/2). La primera, explicó haber iniciado su vida conyugal con Orlando Arturo Arcila Torres el 23 de abril de 1979, siendo él Gerente de la firma “Comercial Andina” y ella empleada de “Papelería Colombia”. Inicialmente vivieron en arriendo, en un comienzo en el barrio Belén, y luego en los alrededores del estadio, hasta 1982, cuando adquirieron la casa del barrio Simón Bolívar. Tiempo después compraron la casa ubicada en el barrio El Poblado, y otros bienes. Explica que Orlando Arturo era el encargado de hacer estas negociaciones, y que ella se entendía con las cosas del hogar. Por eso desconoce la procedencia de los dineros, aunque sabe que su esposo tenía una empresa constructora y comercializadora de antenas parabólicas denominada “Antenas Parabólicas Punto Azul Ltda”. Preguntada sobre la fecha y las circunstancias que rodearon su muerte, manifestó que ésta ocurrió el 28 de septiembre de 1993, y lo único que sabe es que “lo subieron a un carro y se lo llevaron y después apareció muerto” (fls.144-149, 150-156 vuelto/2).
El 19 de abril de 1996 la Fiscalía resolvió la situación jurídica de la indagada con medida de aseguramiento de detención preventiva por los delitos de enriquecimiento ilícito y testaferrato (fls.157-173/2). En los días siguientes, el funcionario instructor recibió los testimonios de Carlos Alberto Monzón-Aguirre Echeverri (fls.242/2), Alberto Delgado López (fls.245) y María Gladys Giraldo Cifuentes (fls.252/2), quienes declaran sobre las actividades económicas de la familia Arcila Arias. El primero sostiene que Orlando Arturo vivía de los negocios de finca raíz (le gustaba comprar, remodelar y vender casas), y del producto de un próspero negocio de antenas parabólicas. Sobre las actividades de Angela María manifiesta que básicamente era la de ama de casa, pero colaboraba con su esposo en el mejoramiento de las propiedades, y participaba en las decisiones de negocios (fls.242-244/2). Los últimos hacen idénticas afirmaciones sobre las actividades desarrolladas por Orlando Arturo, pero al referirse a las realizadas por Angela María, agregan que también se dedicaba a la venta de joyas muy costosas (muchas alhajas), electrodomésticos, y mercancía fina traída de Panamá (fls.245-247 y 252-254/2).
Mediante decisión de 3 de octubre de 1996, la Fiscalía declaró cerrada la investigación en relación con la sindicada Angela María Arias Bedoya (fls.262/2), y el 4 de diciembre siguiente calificó su mérito con resolución acusatoria por el delito de testaferrato descrito en el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989, incorporado a la legislación permanente por el Decreto 2266 de 1991, y preclusión en su favor por el delito de enriquecimiento ilícito de particulares (fls.53-77/3). Esta decisión causó ejecutoria el 23 de los mismos mes y año (fls.92/3).
En la etapa del juicio Angela María Arias Bedoya amplió indagatoria para informar sobre sus actividades económicas, y explicar que en su anterior intervención guardó silencio sobre ellas porque estaba muy asustada, muy nerviosa, y no coordinaba lo que decía, y además, porque se sintió maltratada ya que “la acosaban mucho con las preguntas”. En relación con sus operaciones comerciales precisó que entre 1982 y 1986 hizo parte de una sociedad que tuvo por objeto el cultivo de orquídeas, y que para esta misma época, hasta 1995, se dedicó también a la venta joyas (principalmente de relojes rolex), electrodomésticos y ropa fina (fls.133-141 vuelto/3). Sobre las referidas actividades comerciales de la indagada declaró también en el juicio su hermano Edgar Augusto Arias Bedoya (fls.145 y vuelto/3).
Mediante sentencia de 11 de julio de 1997, el Juez competente condenó a la acusada a la pena principal de seis (6) años de prisión y multa equivalente a dos mil seiscientos (2.600) salarios mínimos mensuales legales, y la accesoria de interdicción de derechos y funciones públicas por un término igual a la pena privativa de la libertad, como autora responsable del delito de testaferrato, y declaró la extinción del derecho de dominio de los bienes inmuebles objeto de la investigación (fls.193-220/3).
Apelado este fallo por la defensa (fls.224, 229/3), el Tribunal Nacional, mediante el suyo de 31 de octubre del mismo año, que ahora es impugnado en casación, lo confirmó, adicionándolo en el sentido de “conceder el plazo de dos años contados a partir de la ejecutoria de este fallo, para pagar la multa a favor del Tesoro Nacional en salarios mínimos legales vigentes para el año de 1990” (fls.8-16 del cuaderno del Tribunal).
La demanda:
Un cargo principal con fundamento en la causal tercera de casación, y cuatro subsidiarios al amparo de la primera, presenta el demandante contra la sentencia impugnada.
Cargo primero:
Sostiene que la actuación procesal es integralmente nula porque en el primer operativo de ocupación y registro del inmueble ubicado en la calle 11B No.40 A-90/105, barrio Lalinde, sector El Poblado de la ciudad de Medellín, realizado por Unidades del Ejército Nacional adscritas a la Cuarta Brigada entre los días 10 y 11 de octubre de 1990, no medió orden escrita de autoridad judicial competente.
Arguye que del estudio de los documentos aportados al proceso se establece que la solicitud de ocupación y allanamiento del inmueble fue solicitada por el Teniente Coronel Carlos Eduardo Rojas Ríos al Juzgado 108 Penal Militar el 19 de octubre (fls.31 y 117/1), es decir, mucho después de haber sido realizado el primer operativo. Esto surge claramente del informe de la Cuarta Brigada, donde se precisa que la captura de Juan Antonio Arcila Torres se realizó el 11 de dicho mes; de la versión de este último, en la que hace una afirmación idéntica; y, de los testimonios de los oficiales Gabriel José Chaparro Iguavita y Javier Alberto Díaz Martínez, quienes se refieren a los dos operativos.
La verdad, por tanto, es que en el mes de octubre se realizaron dos registros al inmueble de la familia Arcila Arias. El primero, el día 10, en forma absolutamente arbitraria, puesto que quienes lo llevaron a cabo no disponían de orden escrita de autoridad competente para hacerlo. El segundo, el día 19, con la presencia de la Juez 108 de Instrucción. Esto permite concluir que la fecha real del auto mediante el cual el Juzgado ordenó la diligencia de allanamiento, “es la de 19 de octubre como se registra a folios 118, nunca la del día 10, como aparece a folios 32”.
Afirma que con la orden de registro que tiene fecha 10 de octubre “se pretendió convalidar el delito contra la inviolabilidad del domicilio” cometido en esa fecha por las Unidades del Ejército al ocupar sin orden previa el inmueble, y también la captura de Juan Antonio Arcila Torres, quien fue retenido ilegalmente. Y ni pensar que allí se estuviera cometiendo un delito, que autorizara el registro sin orden previa de autoridad, porque no se encontró en su interior ningún narcotraficante, ni huellas de la existencia de un laboratorio, ni explosivos o municiones de uso privativo de las Fuerzas Armadas, como se indica en la motivación del auto de fecha octubre 10, que aparece a folios 32.
Todas estas precisiones para traer a colación la regla de la exclusión, que proscribe la utilización procesal del material probatorio ilegalmente obtenido, debiéndose entender por tal, no solo la evidencia ilegalmente obtenida, sino la derivada de ella, acorde con la teoría del árbol “ponzoñoso”, basada en la idea, según doctrina que transcribe, “que una vez el árbol está envenenado (ACTIVIDAD ILEGAL DE LA POLICIA), su fruto (PRUEBA INDIRECTAMENTE OBTENIDA DE AQUELLA ACTIVIDAD ILEGAL), lo estará también, resultando en ambos casos rechazable”.
En resumen, con fundamento en una prueba obtenida con violación de los derechos constitucionales fundamentales, no puede edificarse un proceso penal legítimo, y la que sirvió de soporte a la presente actuación es nula de pleno derecho por haber sido realizada sin mediar orden escrita de autoridad judicial competente, según lo dispuesto en el artículo 29 de la Constitución Nacional, norma que consagra lo que universalmente se conoce como REGLA DE EXCLUSIÓN.
Cargo segundo:
La sentencia impugnada viola de manera directa la ley sustancial, por inobservancia del principio constitucional que dispone que nadie puede ser juzgado sino conforme a las leyes preexistentes al acto que se le imputa, y del que prohibe aplicar con efectos retroactivos la ley penal desfavorable. Argumenta que los hechos que constituyen el fundamento de la acusación sucedieron antes de la configuración típica del delito de testaferrato de particulares en la legislación colombiana, cuyo origen se remonta al Decreto 1956 de 1989.
En el desarrollo del cargo precisa que los bienes registrados a nombre de la sociedad “Arcila Arias & C. S. C. S” fueron adquiridos durante los años de 1981, 1983 y 1984; y los registrados a nombre de la procesada, en los años de 1984, 1985, 1988 y principios de 1989. No obstante ello, se ha acudido “al expediente de que el testaferrato és un delito permanente que dura cometiéndose mientras no se deshaga la operación jurídica con la que se prestó el nombre”, para “mimetizar o embozar la verdad de una aplicación retroactiva de la ley penal desfavorable”.
La clasificación de un delito como instantáneo (sea o no de efectos permanentes) o permanente, depende de la acción típica, y no simplemente de sus consecuencias en el mundo externo o en el mundo jurídico. Si la propia ley (artículo 6° del Decreto 1856 de 1989) ha descrito como punible una acción que se realiza o ejecuta “en un solo momento, como es el caso de PRESTAR EL NOMBRE (en cualquier clase de negocio jurídico) PARA ADQUIRIR EL BIEN (en fraude al bien jurídico para la Administración de Justicia)”, no existe la menor duda que se está en presencia de un delito instantáneo y no permanente.
La acción típica en el delito de testaferrato consiste sólo en prestar el nombre para radicar en cabeza propia un bien determinado, comportamiento que se agota con el acto jurídico de adquisición, que en nuestro evento se traduce en la compra venta del inmueble. Dicho de otra manera “la conducta no consiste en ‘ser testaferro’ sino ‘en prestar el nombre’ a fin de que otro oculte de este modo el origen de dineros indebidos”. Y “prestar el nombre es algo que acontece en un acto instantáneo y no una actividad que se prolonga o extiende a voluntad en el tiempo, como lo sería, por ejemplo, ‘usar un vehículo automotor o el reloj’. El verbo prestar denota, en el caso del testaferrato, un acto único y no una actividad duradera o un comportamiento que voluntariamente se prolonga en el tiempo. La instantaneidad o durabilidad del acto hay que mirarla es en el momento de la adquisición”, con independencia de sus ulteriores efectos.
No puede ser posible que un acto jurídico se perfeccione en un momento determinado, y a la vez “continúe perfeccionándose” hasta que no se deshaga el acto o la escritura. “En otras palabras ¿de dónde se inventa que quien prestó el nombre tiene el deber garantía jurídico de reversar la operación, de tal modo que si no lo hace equivale a no haber dejado de realizar el acto inicial? Y ¿dónde queda el deber constitucional de no declarar en contra del compañero permanente -o contra sí mismo-?”
La sentencia dice, sin la menor demostración, que la procesada sabía de la ilegítima procedencia del dinero que sirvió para adquirir los bienes inmuebles sociales y personales, como también que su compañero permanente Orlando Arturo Arcila Torres era un testaferro del denominado cartel de Medellín. Es decir, que Angela María vendría siendo “una testaferro de un testaferro”. Pero acaso la ley 54 de 1990 no presume la existencia de sociedad patrimonial entre compañeros permanentes? Desde luego que sí, y Orlando Arturo y Angela María habían unido sus vidas desde el 23 de abril de 1979, sin que para entonces tuviesen bienes. Por tanto, de dicha sociedad patrimonial entraban a formar parte los inmuebles adquiridos por cualquiera de los socios, y los réditos, rentas, frutos o mayor valor que produzcan durante la unión marital de hecho, “por lo que resulta un imposible lógico y jurídico que uno de los compañeros permanentes oculte o intente ocultar sus bienes adquiriéndolos a nombre de otro”, pues aunque se compartiera la voluntad de disfrazar u ocultar los bienes, quedarían siempre a la vista de todos, y al alcance de la justicia, haciendo nugatorio el objetivo. Esto para mostrar cómo, un conato de esta naturaleza, “deviene en delito imposible o tentativa inidónea, que al tenor del artículo 22 del Código Penal, carece de tipicidad y es de consiguiente impunible”.
Lo dicho se torna más grave si se tiene en cuenta que en el proceso no existe prueba de que Orlando Arturo Arcila Torres hubiese sido un testaferro del cartel de Medellín, y en cambio sí, certificaciones en el sentido de que nunca había salido del país, y que no aparecía registrado en la Dirección de la Policía Antinarcóticos, ni en la Dirección de Policía Judicial e Inteligencia como persona que tuviese vínculos directos o indirectos con el tráfico de estupefacientes.
La verdad es que desde la revocatoria de la resolución inhibitoria de 20 de septiembre de 1995, ya se advertía el encono contra los hermanos Arcila Torres y doña Angela María Arias por el hecho de aparecer señalados por la Cuarta Brigada con vínculos con Pablo Escobar Gaviria. “Esas sospechas graves o esos pedazos, retazos o principios que sirvieron al ad quem para ordenar la apertura de la investigación, se convirtieron más tarde, como por arte de birlibirloque, en ‘formación de certeza sobre la existencia objetiva de la conducta descrita en el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989’ (como dijo el H. Tribunal en la página 5), sin que se haya demostrado, más allá de toda duda razonable -o pese a ella-, la relación de causalidad entre unos bienes sociales y personales en cabeza de ANGELA MARIA ARIAS y sus nexos con PABLO ESCOBAR o su primo GUSTAVO GAVIRIA”.
En la sentencia de primer grado se sostiene que ANGELA MARIA no estaba en condiciones de adquirir los bienes que aparecen registrados a su nombre, y que dichas adquisiciones fueron posibles gracias a los dineros obtenidos por su compañero permanente, quien sostenía vínculos con el narcotráfico, pues la investigación logró establecer una relación marital de hecho entre una hermana de éste “con Gustavo Gaviria, primo de Pablo Escobar, cabecilla del llamado Cartel de Medellín”. Pero de la existencia de un tal vínculo, no se sigue, necesariamente, que ARCILA TORRES fuera testaferro de Gustavo Gaviria, y de contera, también ANGELA MARIA.
Agrega que el testaferrato es una modalidad específica de encubrimiento por receptación, y que si este último no es catalogado como permanente, mal puede serlo el primero, pues, en cuanto modalidad especial de receptación, vendría a constituir un tipo penal subordinado, o complementario del consagrado en el artículo 177 del Código Penal, y la vida jurídica de los tipos complementarios, según la doctrina, depende de la del tipo básico o especial al cual se refiere. La única diferencia con el tipo básico (que cobija el verbo ADQUIRIR), se circunscribe a la pena.
Estas distinciones, no son solo doctrinales o de lege ferenda, sino también precisiones de lege data, que dicen relación con la sana y racional interpretación de las normas positivas en orden a concluir que la Fiscalía Regional, el Juzgado Regional, y el H. Tribunal Nacional, “confunden el delito permanente con los efectos permanentes del delito, ignorando que éstos quedan por fuera de la realización del tipo de mera conducta como lo es el testaferrato y están más allá de las posibilidades de control por parte del sujeto agente”.
Es clásica y uniforme la distinción entre delitos instantáneos de efectos permanentes y los permanentes: “La voluntad que se exterioriza en un solo y único acto espacio temporal, o la que se renueva o vuelve a manifestarse de modo similar también en los instantes subsiguientes. Empero una cosa es la voluntad que se manifiesta y que, una vez manifestada, continúa produciendo efectos, como en el delito de homicidio; y otra muy distinta, la voluntad que se sigue manifestando o exteriorizando en actos que se renuevan o repiten, como en el delito de privación ilegal de la libertad…”, afirmaciones que ilustra con referencias doctrinales sobre al punto.
Como normas violadas relaciona, por aplicación indebida, el artículo 6º del Decreto 1857 de 1989, incorporado a la legislación permanente por el 7º del Decreto 2266 de 1991, y por falta de aplicación, los artículos 5º, 29, 33 y 42 de la Constitución Nacional; y 1º, 2º, 3º, 4º, 5º, 22 y 35 del Código Penal.
Cargo tercero:
Violación directa de la ley sustancial por aplicación indebida del artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 (incorporado a la legislación permanente por el 7º del Decreto 2266/91), que define el testaferrato, y falta de aplicación de los artículos 80 del Código Penal de 1980 y 35 del estatuto procesal (Decreto 2700/91): Haber sido dictada la sentencia en un proceso afectado por el fenómeno jurídico de la prescripción de la acción penal.
Sostiene que el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 (incorporado a la legislación permanente por el 7º del Decreto 2266 de 1991), fue primero subrogado por cuenta del artículo 31 de la ley 190 de 1995, y después, por el artículo 7º de la ley 365 de 1997, norma esta última que adscribe pena privativa de la libertad de 1 a 5 años de prisión (la primera preveía pena de 5 a 10 años), y que por resultar más favorable, debe ser aplicada al caso en estudio, con todas sus consecuencias.
Esto significa que la acción penal, para el día 5 de diciembre de 1996, cuando se calificó el mérito probatorio del sumario con resolución de acusación, se encontraba prescrita, y que el Estado había perdido, por tanto, toda pretensión punitiva, si se toma en cuenta que el último acto de adquisición de bienes por parte de la procesada tiene fecha 31 de mayo de 1989, y que el término prescriptivo sería de cinco (5) años, acorde con lo dispuesto en el artículo 80 del Código Penal. En otras palabras, lo único que podía hacerse en ese momento, era precluir la investigación.
Al referirse a la subrogación del artículo 6º del Decreto 1856 de 1989, sostiene que los actos de testaferrato y de lavado de activos previstos inicialmente en el artículo 177 del Código Penal, y luego en la legislación de emergencia, quedaron comprendidos por la ley 190 de 1995, pero que la judicatura continuó aplicando, equivocadamente, y debido a lo enrevesado de su redacción, la primera de las normas. Luego entró en vigencia la ley 365 de 1997, que despejó todas las dudas, porque en ella también se emplea, como en el Decreto, “el verbo rector ADQUIRIR con referencia a bienes que se trata de legalizar ocultando la procedencia ilegal de los recursos con que se adquieren”.
Confrontada la modalidad de encubrimiento prevista en la ley 190 de 1995 con la adoptada como permanente por el artículo 7º del Decreto 2266 de 1991, se establece que aquélla subsume esta última, pues resulta evidente que “quien presta su nombre para adquirir bienes con dineros provenientes del delito de narcotráfico y conexos”, no hace otra cosa que “darle a los bienes provenientes de dicha actividad apariencia de legalidad”. Esto significa que el artículo 31 de la citada ley 190 de 1995, abarca de manera necesaria y suficiente la conducta contemplada en el estatuto especial, que dicho sea de paso, proviene del legislador excepcional, a diferencia de aquélla que emana del legislador ordinario.
Empero, “ambas son leyes (normas con fuerza de ley) y están supeditadas a las reglas de la derogación y subrogación por la fuerza universal de la lex posterior. Ninguna de ellas es ‘especial’ con respecto a la otra, pues regulan la misma materia para los mismos destinatarios, con identidad de bienes jurídicos y de fines personales de los agentes. En ambos tipos se comprenden múltiples modalidades tanto de testaferrato (ocultación de la ilicitud de objeto o productos mediante la simulación de contratante o prestación del nombre) cuanto de lavado de activos”.
Entonces, al regular la ley 190 de 1995 de manera integral la materia relacionada con diferentes modalidades de receptación, “la norma del artículo 31 de dicha ley deroga de manera tácita y en lo pertinente el anterior artículo 177 del Decreto 100 de 1980, y con ello subroga automáticamente el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989, luego adoptado como legislación permanente por el artículo 7º del Decreto 2266 de 1991, que por su carácter subordinado y subsidiario comparte el destino con el tipo básico y que por la materia que regula bajo la firma de delito innominado queda sometido a los efectos de la ley posterior”.
Lo que hicieron los Decretos 1856 de 1989 y 2266 de 1991 respecto del artículo 177 original del Código Penal, no fue otra cosa que elevar la pena para las modalidades específicamente adecuadas a la expresión verbal “prestar el nombre para adquirir bienes”. Pero el referido artículo fue subrogado por el 31 de la ley 190 de 1995, que lamentablemente, pese a prever una pena más benigna, no incluyó el verbo ADQUIRIR. Mas esa modificación punitiva fue favorablemente subrogada, a su vez, en forma indiscutible y unívoca, por la ley 365 de 1997.
Explica que en la exposición de motivos de la referida ley se afirma la separación del delito de receptación del de lavado de activos, “sobre la comprensión de que el primero atenta contra el bien jurídico de la administración de justicia, al impedir cumplir con la función reparadora del proceso penal, en tanto que el segundo afecta todo el orden económico y social, al desestabilizar la transparencia del mercado”, distinción que despeja cualquier duda que pudiera subsistir respecto al planteamiento inicial, relativo a la subrogación del artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 por cuenta del artículo 31 de la ley 190 de 1995, y después del artículo 7º de la ley 365 de 1997.
A la procesada se le acusa de haber prestado su nombre para adquirir unos bienes que supuestamente eran de propiedad de su compañero marital (o que éste los tenía a nombre de ella pero que pertenecían a Pablo Escobar o Gustavo Gaviria), y de no haberlos devuelto, o haberlos seguido teniendo a su nombre. En cualquiera de los casos, la subrogación de la ley anterior es indudable, porque ambas leyes remiten a la misma conducta (ADQUIRIR PARA OCULTAR).
Cargo cuarto:
Violación directa de la ley sustancial por aplicación indebida del artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 (incorporado a la legislación permanente por el artículo 7º del Decreto 2266 de 1991, y falta de aplicación de los artículos 29 numerales 1º y 3º del Código Penal, y 5º, 33 y 42 de la Carta Política.
Argumenta que de insistirse en la tesis de que el hecho es típico, habría de concluirse que no es antijurídico, es decir, que no lesiona o pone en peligro, sin justa causa, el bien jurídico de la administración de justicia, porque una persona no puede cometer delito de encubrimiento por testaferrato respecto de los bienes de su compañero permanente, en razón a que el derecho constitucional de no estar obligada a declarar en su contra “constituye una doble causal de exclusión de la antijuridicidad por cumplimiento de un deber legal respecto de las obligaciones de solidaridad para con su compañero permanente (numeral 1º artículo 29 del C. Penal), a la vez que por ejercicio legítimo del derecho a cumplir con el deber jurídico prevalente y del derecho constitucional a no declarar contra sí mismo ni contra su compañero permanente y el derecho a proteger la familia (numeral 3º ibídem)”.
Dice compartir la tesis de acuerdo con la cual, en todos los eventos en los que la ley consagra el principio de exclusión del deber de declarar contra sí mismo o contra sus parientes cercanos, cuando se dan situaciones en que uno de los cónyuges encubre de hecho al otro, el agente se encuentra amparado por la causal de justificación prevista en el artículo 29 del Código Penal, que dispone que el hecho se justifica cuando se comete “en estricto cumplimiento de un deber legal o en ejercicio de un derecho (numerales 1º y 3º)”, pues es obvio que quien omite denunciar las actividades delictivas de su cónyuge se encuentra “en ejercicio estricto del cumplimiento de un deber jurídico impuesto por la ley en orden a la tutela del núcleo familiar y, al mismo tiempo, esa persona está ejerciendo un derecho porque toda persona tiene derecho a cumplir con su deber jurídico y a preferir a cualquier otra cosa la protección de su familia”. Y agrega:
“No cabe duda que en la colisión entre los deberes de lealtad, solidaridad, amor y ayuda mutuo (sic) impuestos por la ley a la familia, y el deber ciudadano de denunciar los hechos ilícitos de que tenga conocimiento (artículo 25 del C. de P. P.) o de ‘abstenerse de seguir prestando su nombre’ para la titularidad aparente del dominio de algunos bienes, frente a los vigentes textos constitucionales (artículos 5º, 33 y 42), prevalecen de bulto los primeros por su carácter de deberes fundamentales y entonces no queda espacio, de cara a un caso como el de autos -asumiendo que las cosas hubieran sucedido como lo afirma la judicatura, aunque en verdad no es el modo como constan en la actuación-, para cumplir la obligación ciudadana consagrada en el segundo”.
Cargo quinto:
Violación indirecta de la ley sustancial, debido a errores de hecho en la apreciación de las pruebas que condujeron al desconocimiento del principio in dubio pro reo, de consagración legal en el artículo 445 del estatuto procesal penal, pues la investigación no logró demostrar, frente a las reglas de la sana crítica, la plena e indiscutible responsabilidad de la acusada en los hechos, y en cambio se adujeron pruebas que tienden a acreditar su inocencia, que no fueron debidamente consideradas por los juzgadores. Como normas violadas relaciona, por exclusión evidente, los artículos 2º, 3º, 4º, 5º y 23 del Código Penal, y 247, 254, 294 y 445 de Procedimiento, y por errónea aplicación, el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989.
Sostiene que la investigación se orientó a determinar con qué dineros la familia Arcila Arias adquirió los bienes que aparecían registrados en cabeza de la acusada, y de la sociedad “Arcila Arias y Cía S. C. S”. En desarrollo de estas averiguaciones, los imputados explicaron, en sendas declaraciones, que la fuente de sus recursos dimanaba de ahorros, prestaciones sociales, utilidades dejadas por una empresa dedicada a la comercialización de antenas parabólicas, del negocio de bienes raíces, la compraventa de automotores, relojes, electrodomésticos, mercancía fina, floricultura, y la valorización natural de los inmuebles.
Esas afirmaciones fueron confirmadas por los testimonios de Conrado de Jesús Gutiérrez Arango (comisionista de bienes raíces), Alberto Delgado López (médico de la familia), y María Gladys Giraldo Cifuentes (amiga). Y, si como lo afirman estos testigos, la actividad económica permanente de la pareja Arcila Arias era el comercio en diversas manifestaciones, siendo muy prósperos, por qué no podían adquirir entre los años de 1981 y 1989 los bienes que fueron objeto de investigación?.
El error de los juzgadores radicó en valerse del informe del Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía, particularmente de sus conclusiones, donde se afirma que el avalúo catastral de los bienes radicados en cabeza de la procesada ascendía para 1995 a 170 millones de pesos, y los de la sociedad “Arcila Arias & Cía Ltda”, a $84’492.000 para el año de 1993, pues lo realmente relevante era determinar su valor para la época de las adquisiciones (1981, 1983, 1984, 1985, 1988 y 1989), a fin de comparar estos valores con la capacidad económica de la familia Arcila Arias, lo cual no se hizo.
También carece de toda significación jurídico probatoria el avalúo de la casa de El Poblado en la suma de $290’135.600.oo, toda vez que se hizo el 18 de mayo de 1994, sin referencia a la fecha de su adquisición. En cambio, resulta objetivo el dictamen de folios 321 del cuaderno original No.1, donde se sostiene, en alusión a los bienes de la sociedad, que el incremento del patrimonio “en el año 1990 se debe a la valorización de bienes inmuebles por valor de $30’841.289”, a pesar de que está fechado el 20 de mayo de 1994. Esto sí consulta la verdad histórica.
El Tribunal ha debido, por tanto, remontarse a la fecha de la adquisición de los inmuebles en procura de determinar su valor, así: 1) En 1981 se compró la casa del barrio Simón Bolívar en 6 millones de pesos. 2) En 1983 se hizo el negocio de la pequeña finca de recreo de Girardota por valor de cinco millones de pesos. Y, 3) En 1984 la casa de El Poblado, por 11 millones de pesos. Total: $22’000.000.oo, en un lapso de tres años. De allí que sean equivocados sus planteamientos cuando sostiene “si en algo hay que hacer énfasis, es en que una persona modesta, sin linaje familiar, con un trabajo secundario, le era imposible acumular la riqueza referida en autos, porque cuando se unieron el 23 de abril de 1979, nada tenían”. Y entonces surge la pregunta ¿Se requiere de mucha alcurnia para reunir, en la década de 1980, en tres años, la suma de 22 millones de pesos?
Con fundamento en estas premisas equivocadas, el ad quem termina afirmando que “el valor de los inmuebles relacionados en el proceso, representado en moneda nacional, no pudo haber sido adquirido con el producto del trabajo lícito de los esposos ARCILA ARIAS” conclusión que resulta arbitraria por las siguientes razones. “(1) Existe prueba personal seria y razonada de las diversas actividades comerciales que en Medellín cumplían los compañeros ARCILA ARIAS. (2) Se descartó en autos que ORLANDO ARTURO ARCILA TORRES hubiera salido de Colombia o que tuviera referencias en el DAS o en la Policía Antinarcóticos alusivas a tales actividades delictivas. (3) No existe en el proceso prueba directa de la relación entre PABLO ESCOBAR GAVIRIA o su primo GUSTAVO GAVIRIA RIVERA con el señor (q.e.p.d.) ARCILA TORRES. (4) De la casa allanada no se fugaron dichos señores -o cosa parecida- la noche de la invasión. (5) Tampoco en dicha morada encontró el Ejército Nacional huella o sustancia alguna indicativa de esas tormentosas relaciones; y, (6) porque ambos compañeros permanentes -entiéndase ORLANDO ARTURO Y ANGELA MARIA- fueron claros y precisos en relatarle a la entonces justicia de orden público cuáles eran los menesteres a que se dedicaban, con la expresa advertencia por parte de la ciudadana procesada (fls.55 c. o. No.1) que ‘la cuestión financiera’ era tarea de su compañero”.
Concluye diciendo que la inaplicación en el presente caso del principio in dubio pro reo es consecuencia de la errática apreciación de la prueba pericial vertida fuera del contexto histórico, y de ignorar o menospreciar la de carácter testimonial legalmente producida, “llevándose de calle las reglas de la sana crítica”. De esta manera, el ad quem incurre en un “despropósito directamente relacionado con los hechos y no con las normas”. En verdad, no se trata de que el sentenciador haya desconocido una supuesta tarifa legal, “sino de que falló (sic), en el mejor de los casos, por íntima, libre y moral convicción, prescindiendo de modo abrupto y arbitrario de las reglas de la sana crítica en la apreciación conjunta y aislada de las pruebas, no haciendo otra cosa que ‘distorsionar el contenido y valor del acervo demostrativo’.
Con fundamento en estas consideraciones solicita a la Corte casar el fallo impugnado y, de ser acogido el cargo primero, decretar la nulidad de lo actuado desde la indagación preliminar. Frente a los ataques subsidiarios, solicita dictar fallo de sustitución de carácter absolutorio (fls.50-10 del cuaderno del Tribunal).
Concepto del Ministerio Público:
El Procurador Tercero Delegado en lo Penal solicita a la Corte desestimar los diferentes ataques presentados contra la sentencia impugnada, por las siguientes razones:
Cargo primero (nulidad): Sostiene que en el expediente ciertamente aparecen dos providencias proferidas por el Juzgado 108 de Instrucción Penal Militar, una fechada el 10 de octubre de 1990, y la otra el 19 de los mismos mes y año, pero que contrario a lo creído por el demandante, se trata de decisiones distintas, que obedecieron a solicitudes diferentes. En la primera se ordenó el registro de diez inmuebles diferentes, entre ellos el ubicado en la calle 11B No.40 A-105. En el segundo, solo el registro de este último, aunque se le identificó con el No. 40 A-90 de la calle 11B.
Estos documentos no ofrecen reparo alguno, ni presentan huellas de alteración o confección posterior que permitan sostener, como lo hace el demandante, que el auto de 10 de octubre fue elaborado después del registro, con el fin de sanear un procedimiento viciado de nulidad. Por el contrario, su comparación con el texto del otro auto, y el contenido de las pruebas allegadas al proceso, como por ejemplo el oficio No.199 de 19 de octubre de 1990, ratifican que la primera orden se expidió el 10 de octubre, y que en virtud de ellas actuaron las Fuerzas Militares.
En conclusión, no está demostrada la existencia de la irregularidad que sirve de presupuesto a la censura. Por ende, debe desestimársele, quedando el Ministerio Público y la Corte relevados de examinar los otros puntos que se plantearon en su desarrollo.
Cargo segundo (violación del principio de legalidad): Argumenta que los bienes radicados en cabeza de la procesada y de la firma “Arias Arcila & Cía S. C. S”, fueron efectivamente adquiridos antes del 20 de octubre de 1989, cuando entró en vigencia el Decreto 1856 de 1989, que erigió como hecho punible la conducta de prestar el nombre para adquirir bienes con dinero proveniente de actividades relacionadas con el narcotráfico y conexos, pero que el casacionista no se detiene a examinar los pronunciamientos judiciales que, si bien invocaron explícitamente dicha disposición, dejaron en claro que la conducta lesionaba varios bienes jurídicos, y que el comportamiento se realizó de manera permanente, “aludiendo a la condición del tipo de testaferrato como la conducta no solamente de suscribir la escritura pública con la cual se adquiere un inmueble, sino también a los actos posteriores de mantener inscrito su nombre como propietario, que era el contenido que doctrinariamente permitía deducir ese carácter permanente del delito”.
Si se realiza un análisis estricto de la conducta que motivó la sentencia impugnada, y se coteja con la resolución de acusación y la descripción del tipo penal imputado (testaferrato), se advierte que la procesada no solo prestó su nombre para suscribir las escrituras públicas mediante las cuales simuló adquirir el derecho de dominio, y luego inscribir los citados documentos en el registro público, sino también para mostrarlos ante las autoridades y la sociedad como de su patrimonio, ocultando la identidad del verdadero dueño. Es decir, que el delito imputado a Angela María no deriva solo de la circunstancia de haber suscrito las escrituras públicas, “sino el ocultamiento del verdadero dueño de los bienes y, de esta forma, el aseguramiento del producto del delito de narcotráfico, así como el dar apariencia de legalidad a dichos bienes”,
La afirmación del casacionista, relativa a que la procesada adquirió los bienes con anterioridad a la entrada en vigencia del Decreto 1856 de 1989, es, como ya se dejó expresado, cierta. Sin embargo, ello no es causal de atipicidad del hecho, porque “la conducta de la procesada de ocultar el verdadero dueño de los bienes, su pretensión de asegurar el producto del delito de narcotráfico y dar apariencia de legalidad a los bienes, fue erigida como delito en el año de 1995, antes de que se iniciara en su contra la instrucción de este proceso”.
El otro planteamiento del impugnante, según el cual el delito de testaferrato es de conducta instantánea, y no permanente, como fue sostenido por los juzgadores de instancia, resulta, en criterio de la Delgada acertado, en tanto que la descripción de la conducta no exige para su adecuación típica un comportamiento diferente de “prestar el nombre para adquirir bienes”. Recuérdese, a este propósito, que en el derecho penal no basta para la deducción de responsabilidad la realización de la conducta abstractamente descrita, sino que es indispensable que ella lesione o ponga en peligro el bien jurídicamente tutelado. Una y otra son necesarias para el reproche penal, sin que baste una sola de ellas para dar por estructurado el delito.
Afirma no compartir el criterio plasmado por la Corte en decisión de 9 de noviembre de 1990, con ponencia del Magistrado doctor Edgar Saavedra Rojas, ratificado en auto de 12 de noviembre de 1998 con ponencia del Magistrado Doctor Nilson Pinilla Pinilla, sobre el carácter permanente de la conducta configurativa del tipo penal de testaferrato, porque el análisis que allí se hace recaer exclusivamente sobre sus efectos nocivos, no sobre los verbos utilizados por el legislador, que describen, en su opinión, una acción inmediata e instantánea (aún cuando pueda ser de varios actos).
Los parámetros expuestos en las citadas providencias de la Corte, parten del supuesto de que el delito “continua perfeccionándose mientras subsista su condición de testaferro, puesto que el bien jurídico protegido por la norma continúa vulnerándose mientras dure la ilícita simulación”, planteamiento que no se explica, y que parece contrariar lo sostenido en la primer decisión, donde se dijo que el delito se perfeccionaba “en el momento en el que por medio de contrato, escritura, o cualquier otro medio legal, un bien pasa a figurar como propiedad de quien realmente no lo es”. Y si el delito se perfecciona cuando el bien “pasa a figurar como propiedad de quien no lo es”, mal puede decirse que es de carácter permanente, porque el “paso” de la titularidad del derecho de dominio se agota allí mismo.
Para la Corte son varios los bienes jurídicos vulnerados con la conducta descrita en el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989: Administración de justicia, seguridad pública, orden económico social, salud pública, moral social, propiedad. Esto no se discute, pero debe advertirse que si bien la afectación a uno o varios de ellos continúa produciéndose luego de agotada la conducta descrita en el tipo penal, ello es una consecuencia material que se proyecta en el tiempo, a partir de ese momento, en los diferentes ámbitos que interesan a los bienes vitales para la sociedad, que pueden resultar socavados con la conducta de ejecución instantánea.
La frase “preste su nombre para adquirir”, utilizada por la norma, no puede entenderse, pese a los argumentos político criminales expuestos en su momento por la Corte, como sinónimo de “preste su nombre para adquirir y ocultar”. La primera, describe un acto instantáneo: con la adquisición se agota para el derecho penal el préstamo del nombre; el autor del delito no presta su nombre para “seguir adquiriendo”, sino para “adquirir”, de donde se sigue que adquirido el bien, se consuma la conducta. Y como de allí en adelante el autor no realiza actividad distinta a mantener la simulación de titular del dominio, acto que no está descrito como delictivo, forzoso es concluir que no se realiza comportamiento punible, y sin éste, no hay tipicidad.
Por estas limitaciones en la descripción inicial de la conducta, el legislador de 1995 modificó la definición del delito de receptación, adecuándolo a las necesidades y realidades político criminales, y dejando en claro, mediante la ley 190, que la conducta reprochable comprendía el préstamo del nombre para la adquisición de bienes, como también el mantenimiento de la simulación. Algunos sectores de la doctrina, y también la Corte, según parece desprenderse del auto de 12 de noviembre de 1998, atrás citado, sostienen que el delito de receptación descrito en el artículo 31 de la ley 190 de 1995 es distinto del “testaferrato” definido en el artículo 6º del decreto 1856 de 1989, en tanto éste se refiere específicamente a los bienes provenientes de la actividad del narcotráfico, mientras que aquél menciona los provenientes de cualquier actividad ilícita.
Esta postura es también equivocada, porque en el artículo 31 de la mencionada ley, en el numeral 1º de su inciso tercero, se especifica que la norma es aplicable, con una punibilidad mayor, cuando la legalización o el ocultamiento se haga respecto de bienes provenientes del tráfico de sustancias estupefacientes: “Si los bienes que constituyen el objeto material o el producto del hecho punible provienen de los delitos de secuestro, extorsión, o de cualquiera de los delitos a que se refiere la ley 30 de 1986”.
Esto quiere decir que a partir de la entrada en vigencia de la ley 190 de 1995, se modificó la configuración típica del delito de testaferrato, para contemplar como conductas materia de represión, las regidas por los verbos “oculte, asegure, transforme, invierta, transfiera, custodie, transporte, administra o adquiera”, y por las expresiones verbales “dé…apariencia de legalidad o los legalice”, predicables de los bienes producto del tráfico de sustancias estupefacientes. Con ello, se abandonó la consideración del testaferrato como una conducta estática (delito instantáneo), para describirla como un comportamiento dinámico y progresivo en el tiempo, con la utilización de verbos y expresiones que describen acciones que se pueden prolongar materialmente en el tiempo, dando al delito, ahora sí, carácter permanente.
Este tipo penal fue luego modificado por la ley 365 de 1997, que regresó el delito de receptación a los cauces de una descripción genérica, con pena de cinco (5) años, y creó el delito de lavado de activos, que recoge la actividad del testaferrato, en los siguientes términos: Artículo 247 A Código Penal: “El que adquiera, resguarde, invierta, transporte, transforme, custodie o administre bienes que tengan origen mediato o inmediato en actividades de extorsión, enriquecimiento ilícito, secuestro extorsivo, rebelión o relacionadas con el tráfico de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias sicotrópicas, le dé a los bienes provenientes de dichas actividades apariencia de legalidad o los legalice, oculte o encubra la verdadera naturaleza, origen, ubicación, destino, movimiento o derechos sobre tales bienes, o realice cualquier otro acto para ocultar o encubrir su origen ilícito incurrirá, por ese solo hecho, en pena de prisión de 6 meses a 15 años y multa de quinientos a cincuenta mil salarios mínimos legales mensuales”.
En síntesis, se tiene que la conducta relacionada con el testaferrato, ha hecho el siguiente tránsito legislativo: (1) Hasta 1989 no era punible. (2) A partir del Decreto 1856 de 1989 se criminalizó como delito instantáneo. (3) En 1995, a través de la ley 190, se concibió como delito de conducta permanente. (4) En 1997 (ley 365), se enriqueció su descripción haciéndola más técnica, y se conservó el carácter permanente. Inicialmente se le configuró como un delito innominado; luego bajo la denominación de “receptación, legalización y ocultamiento de bienes provenientes de actividades ilegales”, y finalmente como “lavado de activos”.
De las consideraciones precedentes se concluye que la conducta investigada encuadra dentro del tipo penal de “receptación, legalización y ocultamiento de bienes provenientes de actividades ilegales”, descrito en el artículo 31 de la ley 190 de 1995, denominado después “lavado de activos” (artículo 9º de la ley 365 de 1997), cuyo contenido es el mismo del artículo 6º del Decreto 1856 de 1989, como ya se dejó visto. Dicho tipo penal (artículo 31 de la ley 190) entró en vigencia el 6 de junio de 1995, de suerte que, desde entonces, empezó a ser delito la apariencia de legalización, el ocultamiento, el aseguramiento, la custodia y la administración de bienes provenientes de cualquiera de los delitos a que se refiere la ley 30.
Para entonces, Angela María venía realizando conductas que correspondían a su descripción típica, pues mediante la suscripción de escrituras públicas adquirió simuladamente la propiedad de los bienes, ocultándolos, y dándoles apariencia de legalidad, además de contribuir a asegurar el producto del delito de tráfico de estupefacientes. De suerte que, la conducta, contrario a lo planteado por el demandante, sería típica. De allí que no pueda accederse a sus pretensiones.
Se advierte sí, un error de los juzgadores respecto de la correcta adecuación típica de la conducta, pues debió seleccionarse como soporte legal de la imputación, el mencionado artículo 31 de la ley 190 de 1995, que recogía plenamente la conducta de la procesada. Sin embargo, esto no fue lo planteado por el recurrente, y aún cuando lo hubiese hecho, tampoco podría accederse a su pretensión, porque el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 es de similar contenido a los otros tipos penales analizados, y siendo que han regido sucesivamente desde la iniciación de la conducta, se debe aplicar el que, de acuerdo con la pena, resulte más favorable a la procesada que, para el caso, sería el Decreto 1856 de 1989, que se consideró vigente ultractivamente por los funcionarios de instancia.
Cargo tercero (prescripción): Después de referirse de nuevo, in extenso, al transito legislativo operado a partir del Decreto 1856 de 1989, y la derogación de su artículo 6º por el 31 de la ley 190 de 1995, y de éste por el 9º de la ley 365 de 1997, y de transcribir su contenido, sostiene que en virtud del principio de favorabilidad, las tres normas están llamadas a regular el caso, por lo que se hace necesario establecer las penas adscritas por cada una de ellas, a efectos de determinar el término prescriptivo.
El Decreto 1856 de 1989, preveía pena de 5 a 10 años. La ley 190 de 1995, prisión de 3 a 8 años, agravada de la mitad a las ¾ partes, es decir prisión de 4 años y medio a 14 años. Y, la ley 365 de 1997, prisión de 6 a 15 años. Esto significa que la pena más favorable para efectos de la prescripción, es la prevista por el Decreto 1856, que fija un máximo de 10 años, y que vendría a ser el término prescriptivo. En estas condiciones, aún aceptando que la conducta se realizó al haber sido suscrita la última escritura (mayo 31 de 1989), la acción no estaba prescrita cuando se calificó el mérito probatorio del sumario (diciembre 4 de 1996), porque para entonces no habían transcurrido los 10 años. Y tampoco puede decirse que lo estuviera de llegarse a entender la acusación “como el ocultamiento de la identidad del verdadero dueño de los bienes, y la apariencia de legalidad que a ellos se les dio, pues dicha conducta se habría realizado, cuando menos, hasta el momento que se dictó la resolución de apertura de la investigación.
Cargo cuarto (ausencia de antijuridicidad): Afirma que el demandante confunde lo que es la protección constitucional de no declarar contra sí mismo ni contra los miembros del núcleo familiar, con la existencia de un deber legal de realizar conductas antijurídicas, extraño al ordenamiento jurídico, pues desde ninguna óptica (constitucional, legal o moral), se le impone a un miembro del núcleo familiar la obligación de realizar acciones delictivas como medio para desarrollar el principio de solidaridad que lo rige.
Cuando uno de los cónyuges decide realizar un conducta punible para ocultar el producto de la delincuencia de su compañero, está tomando la decisión de delinquir y, por lo tanto, asumiendo un comportamiento del cual puede derivarse responsabilidad penal, sin que ello implique infringir el precepto constitucional del artículo 33, en tanto la garantía allí establecida dice relación con la facultad de no declarar en contra del miembro de la familia, es decir de guardar silencio.
Pertinente es señalar, además, que a la institución familiar le están garantizadas la honra, la dignidad y la intimidad como características fundamentales de las cuales se deriva la obligación, para sus miembros, de actuar de conformidad con los principios de solidaridad, empero, ello no impone la obligación, legal ni moral, de realizar conductas delictivas. Por tanto, cuando uno de sus miembros dirige su libre voluntad a la realización de un resultado delictivo para encubrir a otro de sus integrantes, o para contribuir al éxito de un delito, lo que está haciendo es determinarse a delinquir, conducta que le genera, individualmente, responsabilidad penal.
Y no puede pretenderse que para efectos de la preservación de la unidad familiar, todos o algunos de su miembros tengan la obligación legal de delinquir cuando otro lo hace, pues este tipo de comportamientos, lejos de contribuir a la unidad de la familia, conduce a su debilitamiento, por las dañinas consecuencias que puede acarrear. De allí que la conducta desarrollada por la inculpada no pueda entenderse cobijada por el ámbito de aplicación del numeral 1º del artículo 29 del Código Penal.
Tampoco es dable admitir que el hecho por ella realizado haya sido ejecutado en ejercicio legítimo de un derecho, puesto que el invocado por el casacionista, como fuente del mismo, es el de no declarar contra su compañero, cuyo contenido es diferente a la decisión de cometer una conducta delictiva. El actor, como ya se dijo, hace una interpretación equivocada del deber de solidaridad y unión familiar, al proponer la impunidad de todas las conductas ilícitas cometidas por los individuos con vínculos consanguíneos o políticos, so pretexto de salvaguardar la unidad, lo cual resulta un verdadero contrasentido.
Cargo quinto (Inaplicación del principio in dubio pro reo): Argumenta que el demandante, en su discurso, no demuestra la ocurrencia de ningún error de hecho. Simplemente construye, a partir de su propio análisis, y con fundamento en extractos de algunas pruebas, una versión de los hechos que le permite plantear que la adquisición de los bienes pudo obedecer al fruto de las diversas actividades económicas desarrolladas por la pareja, que estima suficientemente rentables para producir las ganancias necesarias para su obtención, a los precios que él directamente les fija.
Adicionalmente, el actor recurre a “una novedosa tesis según la cual puede producirse un error de hecho cuando se desconocen o alteran los principios que consagran la sana crítica”, pero no logra desarrollar tal postulado, por cuanto al entrar a fundamentarlo, no enseña cuáles fueron las reglas de la ciencia, la lógica, la técnica y de la experiencia que dejaron de ser observadas en la apreciación que los juzgadores hicieron de las pruebas. En otras palabras, no atinó a demostrar si los sentenciadores incurrieron en error de raciocinio. Su discusión, gira en torno al grado de credibilidad dado por los juzgadores a los diversos medios, para proponer otra manera de valoración, ejercicio teórico con el cual no es posible establecer los motivos por los cuales la conclusión fijada en los fallos resulta equivocada.
Más aún. Si en gracia de discusión se aceptara que el cargo fue formulado de manera apropiada, tampoco le asistiría razón al casacionista, porque del análisis de la sentencia se constata que los testimonios de las personas citadas en la demanda, al igual que los sucesos narrados, y demás circunstancias, fueron apreciadas por los juzgadores, “luego no era procedente plantear un error de hecho en cualquiera de los eventos que pudiera asumir”.
SE CONSIDERA:
Cargo primero:
Causal tercera: Nulidad de la actuación. Violación del debido proceso. Ilegalidad de la diligencia de registro y ocupación realizada el 10 de octubre de 1990 en el inmueble ubicado en la calle 11B No.40 A- 90/105. Ausencia de orden escrita de autoridad judicial competente. Efectos reflejos de la prueba ilegal.
Sostiene el demandante que la diligencia de ocupación y registro realizada el 10 de octubre de 1990 en el inmueble ubicado en la calle 11 B No.40 A -90/105 es ilegal, porque no estuvo precedida de orden escrita de autoridad judicial competente, y que la providencia supuestamente proferida en esa fecha por el Juzgado 108 de Instrucción Penal Militar, donde se ordena el registro, lo fue en los días siguientes, con el fin de cubrir la irregularidad.
Esta apreciación carece de fundamento. Como se dejó dicho en el recuento que se hizo de la actuación procesal, el Ejército Nacional realizó dos operativos de ocupación y registro en el referido inmueble. El primero, el 10 de octubre de 1990, y el segundo el 19 siguiente. Esto surge inequívocamente del estudio del proceso, y así lo reconocen los juzgadores de instancia. De igual manera aparece claro que el Juzgado 108 de Instrucción Penal Militar emitió sendas órdenes, en fechas que coinciden con los registros, y que las mismas, contrario a lo sostenido por el casacionista, son de contenido distinto.
La primera, de fecha octubre 10 de 1990, aparece adjunta a folios 32 del cuaderno original No.1, y se dictó con fundamento en la solicitud de registro de diez (10) inmuebles distintos, entre ellos el ubicado en la calle 11B No. 40 A- 105, que presentó el Teniente Coronel Carlos Eduardo Rojas Ríos. La segunda, de fecha 19 de octubre de 1990, obra a folios 118 del mismo cuaderno, y fue proferida con fundamento en la solicitud presentada por el mismo oficial horas antes (fls.46/1), esta vez para la ocupación y registro exclusivamente del inmueble ubicado en la calle 11B No.40 A-90, nomenclatura que corresponde al mismo inmueble (fls.225/1).
Aparte de la prueba documental que viene de ser relacionada, claramente indicativa de que ambos registros estuvieron precedidos de orden escrita de autoridad competente, concurren a ratificar ese hecho los testimonios del Teniente del Ejército Nacional Javier Alberto Díaz Martínez, Oficial a cuyo cargo estuvo el primer operativo, quien sostiene que al inmueble llegó con veinte (20) hombres aproximadamente “y la orden expedida por el Juez 108 de Instrucción Penal Militar” (fls.24/1); y del Mayor Gabriel José Chaparro Iguavita, quien explica que el primer operativo se llevó a cabo con fines principalmente de registro, y el segundo con el propósito de proceder a la incautación de los bienes, luego de esperar durante siete días que sus propietarios justificaran su legítima procedencia (fls.121/1).
Asegurar, por tanto, que la orden es la misma, o que la de 10 de octubre fue elaborada después de la diligencia de ocupación y registro de esa fecha con el propósito de convalidar su ilegalidad, es afirmación que no puede tener eco en sede de casación, por carecer de respaldo probatorio, y sustentarse en simples conjeturas del casacionista. Con mayor razón si se toma en cuenta que el fallo de segunda instancia se encuentran amparado por la doble presunción de acierto y legalidad, y una tal particularidad implica que toda afirmación orientada a derruir sus conclusiones, debe ser demostrada de modo suficiente, con remisión a los supuestos de hecho que la sustentan, los cuales, obviamente, deben ser constatados como existentes en la actuación.
Aunque esto sería suficiente para desestimar la censura, no puede dejar de precisarse que la vía de ataque escogida por el casacionista, además, resulta equivocada. La Corte ha sido insistente en sostener que cuando una prueba ha sido irregularmente allegada al proceso, y el Juez la toma en cuenta al dictar sentencia porque considera que lo fue legalmente, se está en presencia de un error in iudicando de apreciación probatoria, concretamente de un error de derecho por falso juicio de legalidad, que se soluciona con el retiro de la prueba del proceso o su no consideración, en virtud de la cláusula o regla de exclusión que como mecanismo de saneamiento opera en estos casos, consagrada en el artículo 29 de la Constitución Nacional.
Esto, para advertir que el cargo debió ser propuesto dentro del ámbito de la causal primera, cuerpo segundo, no dentro del marco de la tercera, como se postula por el casacionista, porque la ineficacia de una determinada prueba no compromete la estructura básica del proceso, ni afecta la validez de las pruebas obtenidas legítimamente, ni tiene la virtualidad de afectar el trámite procesal cumplido con posterioridad, según ha sido reiteradamente sostenido por la Corte (Cfr. Casación de 23 de julio del 2001, radicación 13810, Magistrado Ponente Dr. Fernando Arboleda Ripoll, entre otras).
Se desestima la censura.
Cargo segundo:
Violación directa de la ley sustancial. Desconocimiento del principio de legalidad. Delito imposible ó tentativa inidónea. Inexistencia de prueba sobre la condición de testaferros de Angela María Arias Bedoya y Orlando Arturo Arcila Torres.
Principios elementales de técnica casacional enseñan que cuando se plantea en casación violación directa de la ley sustancial, no resulta posible entrar a discutir los fundamentos fácticos ni probatorios de la decisión impugnada, porque dicha forma de infracción supone que las conclusiones en este campo fueron correctas, y que el error se presentó en el marco del raciocinio puramente jurídico. También, que la casación es juicio lógico jurídico que impone la observancia de unos determinados principios de lógica formal y lógica jurídica (coherencia, no contradicción, no exclusión, unidad temática, entre otros), necesarios para poder establecer el verdadero sentido de la impugnación, en cuanto implica denunciar un error, demostrar su configuración o estructura, y fijar sus consecuencias.
Pues bien. Un repaso desprevenido del contenido del cargo permite ab initio advertir que el casacionista incumple estas exigencias, toda vez que dentro del mismo contexto argumentativo plantea tres ataques de contenido totalmente distinto. Inicialmente sostiene que la conducta no es delictiva, porque los bienes investigados fueron adquiridos antes de la configuración típica del delito de testaferrato en la legislación colombiana, cuyo origen se remonta al Decreto 1856 de 1989, y que al hacérsele producir efectos retroactivos a la norma, se violó el principio de legalidad.
A continuación argumenta que se está en presencia de un delito imposible, o una tentativa inidónea, porque la ley 54 de 1990 presume la existencia de una sociedad patrimonial entre compañeros permanentes, y siendo ello así, resulta un imposible lógico y jurídico que uno de ellos oculte o intente ocultar sus bienes adquiriéndolos a nombre de otro, porque aunque compartieran la voluntad de hacerlo, quedarían siempre a la vista de todos, y al alcance de la justicia, haciendo nugatorio el objetivo propuesto.
Finalmente sostiene que en el proceso no aparece prueba de la condición de testaferros de los esposos Angela María Arias Bedoya y Orlando Arturo Arcila Torres, ni de sus nexos con Pablo Escobar o su primo Gustavo Gaviria, y en cambio sí, elementos de juicio que demuestran que los bienes investigados los adquirieron con el producto de su trabajo. Es decir, que además de plantear tres propuestas de ataque distintas, entremezcla indebidamente la violación directa con la indirecta, al entrar a controvertir la apreciación que los juzgadores hicieron de las pruebas.
Esta forma de alegar impide aprehender de fondo el estudio de la censura, por dos razones: (1) porque no permite determinar su verdadero alcance, (2) porque la Corte, en virtud el principio de limitación que preside el recurso, y su carácter dispositivo, que no de tercera instancia, de plena justicia y libre discusión, no puede entrar a suplir las falencias del libelo, ni a escoger una de entre varias propuestas excluyentes, porque ello implicaría modificar, motu proprio, los términos de la impugnación, variar su naturaleza, dislocar el sistema del proceso y su régimen de controles intra y extrasistemáticos, y en general, degradar la objetividad del ordenamiento jurídico.
Cargo tercero:
Violación directa de la ley sustancial. Prescripción de la acción penal. Aplicación indebida del artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 (incorporado a la legislación permanente por el 7º del Decreto 2266 de 1991), y falta de aplicación del artículo 80 del Código Penal (Decreto 100 de 1980).
Este reproche se sustenta en dos consideraciones: 1) Que el delito de testaferrato es de ejecución instantánea con efectos permanentes. 2) Que el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 (incorporado a la legislación permanente por el 7º del Decreto 2266 de 1991), que definía inicialmente el delito de testaferrato, fue subrogado por el 31 de la ley 190 de 1995, y éste, a su vez, por el 7º de la ley 365 de 1997, norma esta última que prevé pena privativa de la libertad de 1 a 5 años. Ambas afirmaciones encuentran eco en el concepto del Procurador Tercero Delegado en lo Penal, aunque asegura no compartir las conclusiones en torno a la prescripción de la acción. Separadamente la Corte se referirá a cada uno de estos aspectos:
- Carácter permanente del delito de testaferrato (Artículo 6º del Decreto 1856 de 1989): Este punto fue definido por la Sala en decisión de 9 de noviembre de 1990, con ponencia del Magistrado Dr. Edgar Saavedra Rojas, en el sentido de que la conducta prevista en la referida norma es de ejecución permanente, porque continúa cometiéndose mientras subsista la condición de testaferro, o ilícita simulación, doctrina que ha venido siendo reafirmada por la Corte en repetidos pronunciamientos, entre ellos, en decisiones de 12 de noviembre de 1998 y 23 de agosto del 2000, con ponencias del Magistrado Dr. Nilson Pinilla Pinilla; y 18 de enero del 2001, del Magistrado Ponente Dr. Alvaro Orlando Pérez Pinzón.
Por esta razón, considera inoficioso retomar su estudio, sobre todo si se toma en cuenta que las argumentaciones que ahora se presentan para insistir en la tesis de que el delito de testaferrato es de conducta instantánea, son en esencia las mismas que han sido expuestas en otras oportunidades para defender igual postura, y que no se advierten motivos sobrevinientes que impongan un cambio de jurisprudencia. La Corte entiende, desde luego, que sus criterios doctrinales no son de carácter obligatorio, sino simples directrices auxiliares de la actividad judicial, y que las partes pueden, por tanto, disentir de ellos, pero no deja de resultar necio que se insista en su desconocimiento, no obstante haberse erigido en doctrina reiterada y pacífica.
En reiteración de ella, dígase, entonces, que el testaferrato es un delito de conducta permanente, porque “se perfecciona en el momento en que por medio de contrato, escritura o cualquier otro medio legal, un bien pasa a figurar como propiedad de quien realmente no lo es, pues se trata simplemente de una persona que presta su nombre para que figuren en su cabeza bienes que en realidad pertenecen a terceras personas”. Y continúa cometiéndose mientras subsista la condición de testaferro, “puesto que el bien jurídico protegido por la norma continúa vulnerándose mientras dure la ilícita simulación” (Auto de 9 de noviembre de 1990, ya citado).
- Derogación tácita del artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 por el artículo 31 de la ley 190 de 1995, y de éste, por el 7º de la ley 365 de 1997: Casacionista y Delegada sostienen, en lo esencial, que los tres tipos penales mencionados (el Ministerio Público cita el artículo 9º de la ley 365 de 1997) incriminan la misma conducta, porque la acción consistente en “prestar el nombre para adquirir bienes con dineros provenientes del narcotráfico”, que describe la primera de ellas, se encuentra también prevista, con mayor riqueza descriptiva, en las otras disposiciones, donde se penaliza a quien “oculte, asegure, transforme, invierta, transfiera, custodie, transforme, administre o adquiera el objeto material o el producto del mismo o les dé a los bienes provenientes de dicha actividad apariencia de legalidad o los legalice”.
Sobre este aspecto también existen decisiones de la Corte, donde ha sido sostenida la coexistencia de las referidas disposiciones (Cfr. Auto de 12 de noviembre de 1998, ya citado, Magistrado Ponente Dr. Nilson Pinilla Pinilla, entre otras), doctrina que hoy se reitera, con fundamento en las consideraciones que se dejan expuestas a continuación:
- La utilización en la formulación de la hipótesis de acción típica de un determinado hecho punible, de verbos o construcciones gramaticales iguales, similares, u omnicomprensivos de elementos de descripción empleados en otras disposiciones de igual o diferente género, no es argumento suficiente para sostener que ha operado la derogatoria de la norma antecedente. Esta es una situación que con frecuencia se presenta en materia penal (para citar un ejemplo repárese en los denominados por la doctrina tipos penales consuntivos y especiales, que por naturaleza describen conductas previstas en otros tipos penales), sin que por ello sea dable negar su coexistencia. Para que pueda afirmarse la derogatoria implícita de una norma por otra es preciso confrontar, además de su texto, su teleología y su conformidad con el sistema, porque solo frente a un estudio concatenado de estos aspectos puede realmente establecerse si la disposición anterior resulta incompatible con la nueva.
- La tipificación del delito de testaferrato en la legislación colombiana se sustentó originalmente en la necesidad de combatir de manera específica, y desde luego más enérgica, una de las modalidades de encubrimiento por receptación utilizadas con mayor frecuencia por la delincuencia organizada del narcotráfico para ocultar los bienes adquiridos con los dineros producto de sus actividades ilícitas, radicándolos en cabeza de terceras personas, ajenas al negocio. Este el origen y la razón de ser de la prohibición contenida en el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989, cuyo texto es el siguiente:
DECRETO 1856 DE 1989. ARTICULO 6º “Quien preste su nombre para adquirir bienes con dineros provenientes del delito de narcotráfico o conexos, incurrirá en pena de prisión de 5 a 10 años y multa de 2.000 a 5.000 salarios mínimos mensuales, sin perjuicio del decomiso de los respectivos bienes”.
- Desde el punto de vista de la estructura típica, puede decirse que es una norma especial de encubrimiento por receptación, en cuanto describe una modalidad concreta de ella, conducta delictiva que venía siendo sancionada por el artículo 177 del Código Penal entonces vigente (Decreto 100 de 1989), en los siguientes términos:
“Receptación. El que fuera de los casos de concurso en el delito, oculte o ayude a ocultar o a asegurar el objeto material o el producto del mismo, o lo adquiera o enajene, incurrirá en prisión de seis (6) meses a cinco (5) años y multa de un mil a cien mil pesos”.
Obsérvese que entre las dos normas (artículo 177 del Código Penal y 6º del Decreto 1856 de 1989) existe una clara relación de género a especie, al punto que si mentalmente se suprime la segunda, la conducta quedaría comprendida por la primera, pues prestar el nombre para adquirir bienes con dineros ilícitos, resulta ser una de las múltiples formas de ocultar, o ayudar a ocultar, o de asegurar, el objeto material del ilícito o su producto. Pero como ya se dejó dicho, se quiso configurar un tipo especial de receptación, que recogiera de manera concreta la conducta de “prestar el nombre para adquirir bienes con dineros provenientes del delito de narcotráfico o conexos”.
- De la confrontación de las dos disposiciones (receptación y testaferrato), se establece que la especificidad del nuevo precepto deriva de dos aspectos: la conducta típica, que la nueva disposición refiere de manera exclusiva a la acción de “prestar el nombre para adquirir”; y, la naturaleza del delito encubierto, en cuanto exige que se trate de dineros provenientes “del narcotráfico o conexos”. Esta precisión es importante porque permite determinar, más adelante, si la conducta prevista en el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 fue realmente recogida por el artículo 31 de la ley 190 de 1995, o los artículos 7º ó 9º de la ley 365 de 1997.
- En el año de 1991, el Gobierno Nacional, en ejercicio de la atribución conferida por el artículo 8º transitorio de la Constitución Nacional, y previo estudio favorable de la Comisión Especial creada por el artículo 6º ejusdem, dictó el Decreto 2261, en cuyo artículo 7º dispuso adoptar como legislación permanente el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989, que tipificaba el delito de testaferrato, ratificando, de esta forma, la voluntad de que dicha conducta tuviese regulación autónoma. Desde entonces, hasta el año de 1995, cuando entró en vigencia la ley 190, ambas normas (artículo 6º del Decreto del Decreto 1856 y 177 del Código Penal) mantuvieron intacta su configuración típica.
- En el año de 1995, el artículo 31 de la ley 190 modificó de manera expresa el 177 del Código Penal. La nueva disposición, dice textualmente:
“ARTICULO 31. El artículo 177 del Código Penal quedará así: Receptación, legalización y ocultamiento de bienes provenientes de actividades ilegales: El que fuera de los casos de concurso en el delito oculte, asegure, transforme, invierta, transfiera, custodie, transporte, administre o adquiera el objeto material o el producto del mismo o les dé a los bienes provenientes de dicha actividad apariencia de legalidad o los legalice, incurrirá en pena de prisión de tres (3) a ocho (8) años, siempre que el hecho no constituya otro delito sancionado con pena mayor.
“La pena imponible será de cuatro (4) a doce (12) años de prisión si el valor de los bienes que constituye el objeto material o el producto del hecho punible es superior a mil (1000) salarios mínimos legales mensuales vigentes al momento de la consumación del hecho.
“La pena imponible con base en los incisos anteriores se aumentará de la mitad (1/2) a las tres cuartas (3/4) partes en los siguientes casos:
“1. Si los bienes que constituyen el objeto material o el producto del hecho punible provienen de los delitos de secuestro, extorsión, o de cualquiera de los delitos a que se refiere la ley 30 de 1986.
“2. Cuando para la realización de la o las conductas se efectúen operaciones de cambio o de comercio exterior, o se introduzcan mercancías al territorio aduanero nacional o se celebren contratos con personas sujetas a la inspección, vigilancia o control de las Superintendencias Bancaria o de Valores.
“3. Si la persona que realiza la conducta es importados o exportador de bienes de servicios, o es director, administrador, representante legal, revisor fiscal u otro funcionario de una entidad sujeta a la inspección, vigilancia o control de las Superintendencia Bancaria o de Valores, o es accionista o asociado de dicha entidad en una proporción igual o superior al diez por ciento (10%) de su capital pagado o del valor de los aportes cooperativos”.
- Analizados los antecedentes de la nueva disposición, se constata que estuvo inspirada en la necesidad de hacer más drástica la sanción prevista para el delito de encubrimiento por receptación, y de crear, acorde con las tendencias universales y los convenios suscritos por el Estado Colombiano (Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas, aprobado por la ley 67 de 1993), instrumentos normativos que permitieran combatir el lavado de activos en sus distintas manifestaciones, ante la consolidación económica de los grupos de delincuencia organizada, la sofisticación de sus métodos de actuación criminal, y la diversificación de sus procedimientos, sin pretender modificar, ni tampoco subrogar, las conductas relacionadas con dicha actividad, que venían siendo tipificadas autónomamente, como ocurría con el testaferrato.
- Si el legislador ordinario hubiese querido excluir del ordenamiento jurídico la tipificación autónoma del delito de testaferrato, habría optado por la derogación expresa de la norma que lo contenía, o por la inclusión en la nueva configuración típica de la específica acción de encubrimiento por receptación prevista en ella (prestar el nombre para adquirir), pero no lo hizo. Y no es dable sostener que operó por el hecho de haberse erigido en agravante la circunstancia de corresponder los bienes al delito de narcotráfico (numeral primero del inciso tercero) porque la especificidad de la conducta prevista en el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 deriva no solo, como ya se dijo, de la naturaleza del delito que se pretende ocultar o encubrir, sino de la modalidad comportamental (prestar el nombre), y ésta no fue reproducida por la nueva disposición. Tampoco puede ser afirmado que la agravante dejaría entonces de tener fundamento, puesto que sería aplicable a todos los casos de receptación y levado de activos que la norma consagra, cuando la operación involucre dineros provenientes del narcotráfico, el secuestro, o la extorsión.
- Tampoco es acertado sostener que “prestar el nombre para adquirir” es expresión equivalente a “ocultar”, “legalizar”, o “dar apariencia de legalidad”. Quien oculta, legaliza, o da apariencia de legalidad a bienes adquiridos ilícitamente, realiza una acción distinta de quien presta el nombre para hacerlo, y si bien es cierto este último comportamiento podría encontrar adecuación típica en la nueva disposición, porque quien facilita el nombre para adquirir bienes ilícitos está ayudando a ocultar, o contribuyendo a la legalización, para la Corte ha sido y sigue siendo claro que debe ser preferida la norma del testaferrato, por contener elementos estructurales que concretan, especializan y diferencian la modalidad conductual.
- Los argumentos que vienen de ser expuestos resultan también predicables frente a la ley 365 de 1997, estatuto a través del cual el legislador quiso corregir las dificultades e injusticias que venían presentándose con la tipificación del lavado de activos dentro del tipo penal de receptación, y la utilización en su configuración típica de la expresión “fuera de los casos de concurso en el delito”, que impedía enjuiciar a la misma persona por narcotráfico y lavado de activos. Por estas razones se propuso “dividir la modalidad básica del delito de receptación en dos normas: una denominada propiamente receptación que estaría referida a los delitos que por lo general no son considerados como especialmente graves, que contendrían una pena menor que la prevista para los casos de hurto simple y que no admitiría el concurso con el delito base. La segunda norma que podría estar referida a los delitos de enriquecimiento ilícito, extorsión, secuestro extorsivo, y los relacionados con el tráfico de sustancias estupefacientes o sicotrópicas, se denominaría ‘lavado de activos’, tendría una pena considerablemente superior, y admitiría de manera expresa el concurso con el delito base” (Exposición de motivos. Gaceta 284, 1996). Las nuevas disposiciones son del siguiente tenor:
“ARTICULO 7: El artículo 177 del Código Penal quedará así: Receptación: El que sin haber tomado parte en la ejecución de un delito adquiera, posea, convierta o transmita bienes muebles o inmuebles, que tengan su origen mediato o inmediato en un delito, o realice cualquier acto para ocultar o encubrir su origen lícito, incurrirá en pena de prisión de uno (1) a cinco (5) años y multa de cinco (5) a quinientos (500) salarios mínimos legales mensuales, siempre que el hecho no constituya otro delito de mayor gravedad.
“Si la conducta se realiza sobre un bien cuyo valor sea superior a mil (1.000) salarios mínimos legales mensuales, la pena privativa de la libertad se aumentará de una tercera (1/3) parte a la mitad (1/2)”
ARTICULO 9: “El título VII del Libro II del Código Penal tendrá un Capítulo Tercero denominado “Del Lavado de Activos”, con los siguientes artículos:
“Artículo 247 A: Lavado de Activos: El que adquiera, resguarde, invierta, transporte, transforme, custodie o administre bienes que tengan su origen mediato o inmediato en actividades de extorsión, enriquecimiento ilícito, secuestro extorsivo, rebelión o relacionadas con el tráfico de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias sicotrópicas, les dé a los bienes provenientes de dichas actividades apariencia de legalidad o los legalice, oculte o encubra la verdadera naturaleza, origen, ubicación, destino, movimiento o derechos sobre tales bienes, o realice cualquier otro acto para ocultar o encubrir su origen ilícito incurrirá, por ese solo hecho, en pena de prisión de seis (6) a quince (15) años y multa de quinientos a cincuenta mil (50.000) salarios mínimos legales mensuales.
“La misma pena se aplicará cuando las conductas descritas en el inciso anterior se realicen sobre bienes que conforme al parágrafo del artículo 340 del Código de Procedimiento Penal, hayan sido declarados de origen ilícito.
“PARAGRAFO PRIMERO: El lavado de activos será punible aún cuando el delito del que provinieren los bienes, o los actos penados en los apartados anteriores hubiesen sido cometidos, total o parcialmente, en el extranjero.
“PARAGRAFO SEGUNDO: Las penas previstas en el presente artículo se aumentarán de una tercera (1/3) parte a la mitad (1/2) cuando para la realización de las conductas se efectuaren operaciones de cambio o de comercio exterior, o se introdujeren mercancías de contrabando al territorio nacional.
“PARAGRAFO TERCERO: El aumento de pena previsto en el parágrafo anterior, también se aplicará cuando se introdujeren mercancías de contrabando al territorio nacional”.
- Como puede verse, ninguna de las dos normas recoge la descripción típica prevista en el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989. El artículo 7º (invocado por el casacionista), no contiene la modalidad conductual que estructura el testaferrato (prestar el nombre para adquirir), ni está referida a delitos de narcotráfico. Y el artículo 9º (invocado por la Delegada), contiene el segundo elemento, pero no el primero.
- Un argumento más para reafirmar la coexistencia del delito de testaferrato descrito en el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 (incorporado a la legislación permanente por el 7º del Decreto 2261 de 1991), frente a los artículos 31 de la ley 190 de 1995 y 7º y 9º de la ley 365 de 1997, lo constituye el hecho de que su vigencia es reiterada por la propia Ley 365 de 1997 (Confrontar artículo 14, modificatorio del 340 del estatuto procesal penal), y por otras normas dictadas después de su expedición (artículo 5º numeral 7º de la ley 504 de 1999), y de la expedición de la ley 190 de 1995 (numeral 3º del artículo 2º de la ley 333 de 1996).
- Dígase, finalmente, que el nuevo Código Penal (ley 599 del 2000) reprodujo en términos muy similares las tres figuras delictivas que vienen de ser estudiadas (lavado de activos, testaferrato y encubrimiento por receptación), situación que viene a reafirmar lo dicho en el sentido de que se trata de configuraciones típicas distintas, y que como tales, pueden ser coexistentes (Cfr. Artículos 323, 326 y 447 del nuevo estatuto).
Establecido, entonces, que el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989, que define el delito de testaferrato, es de ejecución permanente, y que los artículos 31 de la ley 190 de 1995, y 7º y 9º de la ley 365 de 1997, no afectaron su vigencia, se llega a las siguientes conclusiones: (1) Que los juzgadores acertaron en la calificación jurídica de la conducta, puesto que la norma llamada a regir el caso es el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989, incorporado a la legislación permanente por el artículo 7º del Decreto 2266 de 1991, que define el testaferrato. (2) Que el fallo no violó el principio de legalidad, porque la acusada continuó realizando la acción típica de prestar el nombre para encubrir dineros provenientes del narcotráfico después de la entrada en vigencia del artículo 6º del Decreto 1856 de 1989. (3) Que la acción penal no se encontraba prescrita para la fecha de la calificación del mérito probatorio del sumario (diciembre 4 de 1996), porque para entonces no había transcurrido el tiempo legalmente requerido para su consolidación (10 años contados a partir del último acto), según lo dispuesto en los artículos 80 y 83 del Decreto 100 de 1980.
Se desestima la censura.
Cargo cuarto:
Violación directa de la ley sustancial. Ausencia de antijuridicidad. Aplicación indebida del artículo 6º del Decreto 1856 de 1989 (incorporado a la legislación permanente por el 7º del Decreto 2266 de 1991), y falta de aplicación de los artículos 29 numerales 1º y 3º del Código Penal, y 5º, 33 y 42 de la Carta Política.
La Sala comparte en un todo las argumentaciones que la Delegada expuso en su concepto para solicitar la desestimación de la censura, relacionadas con la equivocada comprensión que el demandante tiene de la garantía de no estar obligado a declarar contra sí mismo, su cónyuge, compañero permanente, o parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad, segundo de afinidad y primero civil, consagrada en el artículo 33 de la Constitución, y el deber de solidaridad familiar.
Sostener, como lo hace el casacionista, que la conducta imputada a la acusada está amparada por las causales primera y tercera de justificación previstas en el artículo 29 del Código Penal de 1980, porque cuando un miembro de familia encubre a otro actúa en estricto cumplimiento de un deber legal (deber de solidaridad y de tutela del núcleo familiar), y en legítimo ejercicio de un derecho (derecho a no declarar contra sí mismo, ni contra sus parientes cercanos), carece totalmente de fundamento y razonabilidad.
El principio de exclusión del deber de declarar contra sí mismo o contra los parientes más cercanos, dice relación con la posibilidad que la persona tiene de guardar silencio ante las autoridades sobre las actividades delictivas propias o de su allegados, no con la facultad de poder cometer actos delictivos, como equivocadamente lo entiende el casacionista. Y el deber de solidaridad familiar no implica que sus miembros puedan cometer delitos cuando otro lo hace, en procura de lograr su impunidad, ni mucho menos que sea obligatorio hacerlo. La ley, como acertadamente lo sostiene el Procurador Delegado en su concepto, no impone, ni puede imponer esta clase de obligaciones, porque ello, lejos de contribuir a la preservación de la unidad familiar, conduciría a su perversión, en la dimensión ética a que debe corresponder el concepto, y a su desintegración, y consecuencialmente, a la del establecimiento social.
En el caso sub judice, la acusada fue condenada como autora responsable del delito de testaferrato descrito en el artículo 6º del Decreto 1856 de 1989, por haber prestado su nombre para la adquisición de bienes con dineros provenientes del narcotráfico, obtenidos por su compañero marital. Es decir, por haber cometido un delito para encubrir las actividades ilícitas de su marido, conducta que la ley ni el deber le imponían realizar, y que está distante de corresponder a una legítima manifestación del principio de exclusión de la obligación de declarar, por las razones ya anotadas.
Se desestima la censura.
Cargo quinto:
Violación indirecta de la ley sustancial. Errores de hecho en la apreciación de las pruebas. Inaplicación del principio in dubio pro reo.
Cuando se plantea violación indirecta de la ley sustancial por falta de aplicación del principio in dubio pro reo, no basta argumentar que la investigación no logró probar, en grado de certeza, la existencia del hecho punible o la responsabilidad del procesado. Es necesario demostrar que los juzgadores, al hacer el estudio de las pruebas, incurrieron en errores de hecho o de derecho en su apreciación, y que estos desaciertos condujeron a una decisión contraria a la juridicidad.
Esto implica que la censura debe cumplir, cuando menos, los siguientes requerimientos de contenido: (1) Precisar la clase de error cometido: si de hecho por falsos juicios de existencia, falsos juicios de identidad, o falso raciocinio; o de derecho por falsos juicios de legalidad, o falsos juicios de convicción. (2) Identificar la prueba o pruebas sobre las cuales recayó el yerro. Y (3), Demostrar la incidencia de la equivocación en la decisión impugnada, tarea que presupone realizar un nuevo estudio del conjunto probatorio con eliminación del error denunciado.
Pues bien. Si se analiza el contenido de la propuesta de ataque, ab initio se advierte que el demandante no cumple ninguna de estas exigencias. Al referirse, por ejemplo, al error cometido, sostiene que los juzgadores incurrieron en errores de hecho al dar por demostrados, entre otros aspectos, la existencia de una relación ilícita entre el cartel de Medellín y Orlando Arturo Arcila Torres, y la incapacidad económica de la pareja para adquirir los bienes registrados a su nombre y de la sociedad “Arcila Arias S. C. S.” con dineros provenientes de sus ingresos lícitos, pero no precisa, ni entra a demostrar, la clase de error: si de existencia porque ignoraron o supusieron pruebas; de identidad porque distorsionaron el contenido fáctico de las que fueron allegadas; o de raciocinio porque en la determinación que hicieron de su mérito desconocieron de manera grotesca las reglas de la sana crítica. Y aún cuando en algunos apartes pareciera inclinarse por este último, no se detiene en su demostración, ni indica, en concreto, en relación con cuáles pruebas se habría presentado el desacierto, ni su trascendencia en el análisis del conjunto probatorio.
Es más. En el desarrollo de sus alegaciones, no hace cosa distinta de contraponer a la valoración que los juzgadores de instancia hicieron de las pruebas, la suya propia, a partir de consideraciones generales sobre su mérito, y de precisiones sobre la forma como en su criterio debieron haber sido apreciadas, sin descender al plano de las concreciones, es decir, de la identificación, especificación y demostración del error cometido, planteamiento que resulta propio de instancia, y que carece de virtualidad para remover las conclusiones probatorias y jurídica del fallo impugnado, en virtud de la doble presunción de acierto y legalidad de que está amparado.
El cargo no prospera.
En mérito de lo expuesto, LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA, SALA DE CASACION PENAL, oído el concepto del Procurador Segundo Delegado, administrando justicia en nombre de la república y por autoridad de la ley,
R E S U E L VE:
NO CASAR la sentencia impugnada. Contra esta decisión no proceden recursos. CUMPLASE.
CARLOS E. MEJIA ESCOBAR
FERNANDO E. ARBOLEDA RIPOLL JORGE CORDOBA POVEDA
HERMAN GALAN CASTELLANOS CARLOS A. GALVEZ ARGOTE
JORGE A. GOMEZ GALLEGO EDGAR LOMBANA TRUJILLO
ALVARO O. PEREZ PINZON NILSON PINILLA PINILLA
Teresa Ruiz Nuñez
SECRETARIA